Como un reguero de pólvora, la noticia de la muerte de Jorge Lanata se esparció en todo el territorio nacional.
Ese reguero de pólvora, paradójicamente se dirigió al depósito de Monterrichel –a modo de ejemplo-, (clausurado días atrás por vender artículos sonoros y estruendosos) donde encontró mechas de luces insonoras y de las otras.
Las luces insonoras se encendieron como un homenaje silencioso y realmente merecido a la figura del periodista caído, identificando a quienes reconocemos en ese hombre el adalid del periodismo ejemplar, aunque en el último tiemo se le achacara su subjetividad puesta al servicio de los grandes medios; en tanto, ese reguero de pólvora también encendió las mechas de las luces sonoras que, en tono victorioso festejaron la muerte de ese mismo periodista. En ese segmento se encolumnaron –mayormente- los corruptos que visibilizó la tarea del ahora héroe de prensa.
No vale la pena decir o escribir que ese hombre, amante apasionado de su profesión fue un tipo exitoso con sus creaciones, o que fue un rotundo fracaso con otras creaciones.
Lo importante de ese hombre, es que lo intentó, lo intentó siempre, y se sabe que de tanto insistir muchas veces se logran aciertos y se desechan desaciertos, que al final también es un logro porque generan experiencia. Y él tuvo muchos aciertos, como muchos los enemigos que generó su prédica y ejemplo.
Ahora, todos recuerdan su valía, su lucha por la verdad, costare lo que costare. Lo concreto es que ese hombre, de 64 años, dejó de padecer su agonía, sabiendo todos cuál era el destino de sus achaques.
Para muchos, en especial para mí, debo decir que, con su figura, admito que trato de hacer periodismo, pero lo intento y el tiempo de vida del medio que dirijo me dice que no lo hacemos –mis colegas y yo- tan mal. Es el espejo donde me gustaría reflejarme.
Hoy, la partida de este hombre periodista genera un algo de tristeza y conmueve, porque sabemos que sus verdades y ocurrencias no serán vistas u oídas nunca más. Sólo nos queda lo que directa o indirectamente su trabajo nos taló –a todos- de alguna manera, para entender que la libertad de expresión es uno de los valores más preciados e invalorables de la democracia; él nos lo enseñó.
Como oración final, simplemente el dicho que reza: “Dios les da sus peores batallas a sus mejores guerreros”. Y, de hecho, él era el mejor guerrero.
NAG
